Cualquier tiempo pasado fue anterior

Un recorrido por el origen de las fiestas que marcan nuestro calendarioHubo una vez un emperador de la Antigua Roma llamado Aureliano, que decidió inventarse un nuevo dios al que agasajar con su correspondiente jolgorio. La fiesta quedó fijada en el calendario juliano el 25 de diciembre con el bonito nombre de Natalis Solis Invictis. Ese nacimiento del astro rey, todopoderoso e invencible iba a venir muy bien para situar el nacimiento, un siglo después de un solete de niño. La Navidad cristiana estaba servida.

En los siglos XII y XIII, Europa atravesó la que podría ser, quizás, la primera fiebre del ladrillo conocida: se construyeron 80 catedrales en menos de un siglo. Pero catedrales de las grandes; de las de 100 metros de alto por 150 de largo.Aquella burbuja catedralicia que nunca llegó a estallar fue producto de un pique entre obispos por tenerla más grande que la del obispo vecino, lo que llevó directamente al florecimiento de las ciudades, del arte y de la arquitectura.

El general Bonaparte tuvo un sueño en 1798: conquistar Egipto, expandirse hacia Oriente y, si se terciaba, birlarles la India a los británicos. La fantasía se evaporó en 1801, pero aquella fracasada campaña militar acabó siendo un rotundo éxito científico.

Cruces, clavos, coronas de espinas, pañales meaditos, plumas de arcángeles, huevos del Espíritu Santo, prepucios, pajitas de la cuna, algún que otro cinturón que se dejó la virgen en la Tierra antes de su Asunción… El tráfico de reliquias se convirtió en uno de los negocios más boyantes y estrafalarios de la Edad Media y en una estafa de proporciones bíblicas que solo se aprovechaba de la ignorancia de las gentes.

A Alfonso X no le gustaban los toros, a Isabel la Católica le horrorizaban, el Concilio de Trento condenó los espectáculos, Pío V repartió excomuniones, los Austrias se pirraban por una buena corrida, a los primeros Borbones les escandalizaba, a los últimos les va la marcha taurina… En fin, que no ha habido siglo sin bronca.

El papa Clemente VI, el cuarto al que le tocó en suerte reinar desde Aviñón, no se cortó a la hora de manifestar públicamente que sus tres antecesores no habían sabido ser papas. Por eso se amplió el palacio, durmió en sábanas de Damasco y llenó su armario con 1.800 pieles de armiño.

En el último tercio del siglo XIX, España anduvo desquiciada a la caza de un rey; los parlamentarios, a la greña por colocar a sus candidatos; los españoles, alucinados ante el bochornoso espectáculo político, y, mientras, la reina Isabel II en su exilio de París entregada a sus cocidos y el rey Francisco entretenido con su novio.Amadeo I de Saboya aceptó reinar en un país de locos con súbditos, como él dijo, “ingobernables”, pero menos de tres años después hizo las maletas y dimitió al grito de “quién me mandaría meterme en semejante berenjenal”. Lo más notable de su reinado, sin embargo, lo puso su esposa, la reina María Victoria: la más capaz, trabajadora, culta y preparada que había tenido España. Y también la más humillada y despreciada por la aristocracia y la Iglesia españolas.

El Vasa, el buque insignia de la armada sueca… el más grande, el más bonito y el más chulo… el Titanic del siglo XVII, se fue a pique el día de su botadura después de haber navegado durante apenas 1.500 metros. Después de 333 años hundido en el puerto de Estocolmo, el Vasa volvió a la superficie en 1961 y se convirtió, ahora sí, en el buque insignia de la arqueología subacuática gracias a las técnicas empleadas en su salvamento y conservación.

Antes de que los países se pusiesen de acuerdo para sincronizar el tiempo en cada lugar iban a su bola ajustando los relojes según la posición del Sol

El 3 de octubre de 1609 embarcaron en el puerto de Valencia con destino incierto los primeros 15.615 españoles expulsados de su país por no ser buenos cristianos. Aún faltaban por salir 300.000 moriscos más para que se concretara el mayor desastre demográfico, humanitario y económico del siglo XVII.